El poder de nuestras palabras
Hablando
redentivamente en el matrimonio
Por Pablo David Tripp
El poder de nuestras palabras es un problema demasiado común en
nuestros matrimonios, en las iglesias, en fin en todas las
relaciones: «El poder de las palabras ásperas». El caso de Samuel y
Belinda se estudia con soluciones que plantea el Dr. Tripp en este
profundo estudio sobre cómo nuestro hablar puede mostrar el fruto
del Espíritu Santo.
Samuel y Belinda tenían 20 años de casados. Era una pareja cristiana
con una fe sólida en la Escritura y hasta se podría decir que había
cierta comprensión entre ellos, sin embargo, no podían resolver sus
problemas.
La primera vez que nos reunimos, Samuel estaba furioso. Cuando
terminé de orar, él se levantó y dijo: «¡No sé por qué estoy aquí!
Yo se exactamente qué está mal en nuestra relación, se lo he dicho a
Belinda cientos de veces. Ella se niega a escucharlo y prefiere
jugar el papel de víctima. No tengo ningún interés en sentarme aquí
y ventilar todas las horribles cosas que han pasado entre nosotros
en estos 20 años». Diciendo esto se retiró. Yo lo seguí y al fin
logré convencerlo de que regresara.
Había mucho de verdad en lo que Samuel había dicho. Él tenía una
perspectiva bastante acertada de los problemas de su matrimonio.
Varias veces él le había dicho a Belinda cosas que ella simplemente
no quería oír. Era cierto que ella tomaba el papel de víctima en los
momentos de confrontación. Samuel se había visto obligado una y otra
vez a repasar las escenas conflictivas que tenían lugar entre ellos.
Sin embargo, a pesar de su habilidad para discernir la situación,
Samuel nunca fue una parte sustancial en lo que el Señor quería
hacer en la vida de Belinda. De hecho todo intento por diagnosticar
su situación dio como resultado una esposa más amargada y con un
complejo de víctima como nunca antes. Samuel se interpuso en el
camino de la obra de Dios y como resultado, le dio lugar a Satanás.
Los dos, Belinda y Samuel habían aportado cosas a su matrimonio que
desencadenaron los problemas. El padre de Belinda fue un hombre
tosco, volcado a la crítica. Belinda había visto a su madre ser
despedazada verbalmente noche tras noche por su padre quien
criticaba su quehacer, su comida, su apariencia y hasta su voz.
Muchas noches lloraba inconsolable hasta quedarse dormida, y en
otras las ideas en su cabeza daban vueltas pensando en la forma de
hacerle pagar a su padre por el trato que le daba a su mamá.
Cuando comenzaron a salir juntos, Samuel no sospechaba que se estaba
casando con una mujer que estaba amargada, insegura, temerosa y
determinada a hacer lo que fuera necesario para mantenerse alejada
de todo lo que se pareciera al infierno que su madre había
experimentado.
Por el contrario, los padres de Samuel tenían una bella relación.
Era una pareja que solía expresarse mutuamente su amor. Cuando
tenían un desacuerdo, ellos no solamente buscaban el perdón uno del
otro, pero también pedían perdón a los hijos, si alguno había
presenciado el disgusto. Samuel había soñado siempre con un
matrimonio como el de sus padres. Se casó con Belinda con esa
ilusión.
No fue un error de la soberanía de Dios que Samuel y Belinda se
unieran. Dios en su sabiduría los unió, en su propósito redentor, a
fin de usar la relación entre ellos como un taller para su obra de
santificación. En esta relación, los corazones se podrían quedar al
descubierto y ser transformados. Pero Samuel no se casó teniendo
esto en mente; sus ojos estaban puestos en sus sueños.
Belinda tampoco se casó con ese propósito de Dios en perspectiva; su
mirada estaba clavada en sus temores. Así que ninguno de los dos
pensó o habló desde la perspectiva del plan redentor de Dios ni aún
cuando Samuel comenzó a ver sus sueños destruídos y Belinda a mirar
que sus temores se volvían una realidad.
Las cosas entre ellos se fueron empeorando con los años. Las
discusiones en torno a sus dificultades sólo añadían más dolor,
complicándolo todo. En lugar de demandar cambio uno del otro, Samuel
y Belinda necesitaban aprender lo que significa hablar
redentivamente frente al desaliento, el dolor, el fracaso y el
pecado.
¿POR QUÉ LAS PALABRAS DESTRUYEN?
¿Cómo podemos entender los problemas en la relación de Belinda y
Samuel? ¿Cuál es el camino del cambio que necesitan? ¿Qué significa
para ellos hablar redentivamente?
Comencemos por ver lo que ha estado equivocado con Belinda y Samuel.
Nuestro pasaje bíblico para diagnosticar es Gálatas 5:13-15:
1. No se valgan de esa libertad para dar rienda suelta a sus
pasiones. Mas bien sírvanse unos a otros con amor (13).
Si usted les hubiera preguntado a Belinda y a Samuel si su relación
se basaba en alimentar a la naturaleza pecaminosa, ellos
enfáticamente hubieran dicho «no». Pero, ellos habrían estado
enfática y rotundamente equivocados. Como consecuencia, su relación
y la comunicación entre ellos no se desarrolló basándose en la regla
del amor que define la Biblia. Desgraciadamente ellos esquivaron la
postura de siervo que señala con firmeza este pasaje.
Ellos no le preguntaban a Dios cómo podían ser usados para motivarse
uno al otro y respaldar lo que Dios quería desarrollar en la vida de
cada uno. No pensaban en cómo podían considerarse unos a otros para
estimularnos al amor y a las buenas obras (Heb. 10:24). No buscaban
maneras de confortarse, animarse, alertarse o enseñarse uno al otro.
No percibían las dificultades como una oportunidad de ministrar la
gracia de Dios. Tampoco buscaban maneras de ayudarse uno al otro a
sobrellevar sus cargas (Gá. 6:2). No escogían palabras que
fortalecieran la unidad, el amor y la mutua edificación. Él anhelaba
realizar su sueño. Ella buscaba disipar sus temores. Samuel y
Belinda esperaban ser servidos.
Es aquí donde este pasaje bíblico es particularmente relevante
porque nos señala que cuando no nos servimos en amor, no solamente
significa que carecemos de amor y de servicio sino que ¡deja de
manifiesto que no hemos admitido en la práctica, que estamos
activamente alimentando la naturaleza pecaminosa! (Nota del editor:
y como consecuencia, estamos propensos a cometer errores y por lo
tanto, el perdón debe ser una práctica cotidiana, así como la
compasión, comprensión y apoyo mutuo teniendo en perspectiva que
Dios quiere desarrollar la imagen de Cristo en nosotros, por medio
del poder del Espíritu Santo, sin que esto sea una excusa para que
el pecado se convierta en un hábito).
Uno tiene que decidir entre aceptar el llamado del Señor a servir a
quienes nos rodean o vivir para complacer los apetitos de nuestra
naturaleza pecaminosa, en espera de que otros satisfagan los mismos
apetitos. Belinda y Samuel llegaron a entender que ellos habían
iniciado su relación con deseos egoístas en lo profundo del corazón.
Persiguiendo su meta de tener la perfecta esposa y familia, Samuel
se sintió defraudado y enojado cuando vio a Belinda como un
obstáculo para sus sueños. A su vez, Belinda, apuntando a su
objetivo de autoprotección, desarrolló su relación y comunicación
con Samuel dominada por centrarse constantemente en sí misma. (¿Cómo
me está tratando el mundo a mí?). Como resultado, ella criticó cada
cosa que Samuel dijo e hizo. Entonces, su frustración, se volcó en
enojo. Santiago 4:1-2 explica cómo los deseos de Belinda y Samuel
afectaron la dinámica de su relación: ¿Qué ocasiona los pleitos y
disputas entre ustedes? ¿Esos problemas provienen de los deseos que
batallan dentro de ustedes? ¿Buscan algo que no pueden obtener?
La relación de Belinda y Samuel fue de constante conflicto porque
sus corazones estaban gobernados por los deseos de la naturaleza
pecaminosa. Santiago, en la Escritura, habla acerca de los deseos
que batallan dentro de nosotros, deseos que desencadenan una guerra
para establecer el control sobre la gente y los recursos, en el afán
de marcar «su territorio».
La lucha entre los anhelos de tener una familia perfecta y el deseo
de autoprotección habían triunfado en el matrimonio de Samuel y
Belinda. El resultado fue, como lo describe Santiago, un conflicto
permanente.
2. "Toda la ley se resume en un solo mandamiento: «Ama a tu
prójimo como a ti mismo» (14).
Este versículo también arroja luz en el caso de esta pareja. Sus
problemas no eran fundamentalmente horizontales (persona a persona),
sino verticales (persona a Dios). Si uno está viviendo para la
gloria de Dios, si el amor por el Señor se mantiene por arriba del
amor a cualquier persona y cualquier cosa, incluyéndose a uno mismo,
entonces el enfoque práctico de la vida será glorificar a Dios en
cada cosa que uno haga y diga.
El fruto evidente de un corazón comprometido con Dios es que uno ama
a su prójimo como a uno mismo. El primer gran mandamiento siempre
precede y determina el cumplimiento del segundo. No es posible amar
al prójimo como a uno mismo si primero no está amando a Dios por
encima de todo. Santiago 4 es otra vez de ayuda aquí. En el verso 4,
en medio del razonamiento de las causas y curas del conflicto humano,
Santiago introduce el concepto del adulterio espiritual. El
adulterio ocurre cuando el amor que fue prometido a uno es dado a
otro. El adulterio espiritual se da cuando el amor que pertenece a
Dios es dado a alguna persona o aspecto del mundo creado (ver Ro.
1:25).
¡Santiago dice que la raíz del conflicto humano es el adulterio
espiritual! Cuando el deseo por cierta cosa reemplaza el amor a Dios
como la fuerza que controla el corazón, la consecuencia será
conflicto en las relaciones personales. El conflicto tiene raíces
verticales que producen el resultado horizontal de los pleitos y
disputas.
El amor a Dios que produce que una persona obedezca sus mandamientos,
siempre tendrá como resultado el amor práctico hacia su prójimo.
3. Pero siguen mordiéndose y devorándose, tengan cuidado, no sea
que acaben por destruirse unos a otros (15).
La última parte de Gálatas 5 es una buena descripción de la diaria
conversación entre Belinda y Samuel. Se mordían y devoraban uno al
otro con sus palabras. Su comunicación nunca fue edificante,
fortalecedora o alentadora. Sus palabras estaban llenas de crítica,
condenación, manipulación, amenazas, juicio, egoísmo, malicia,
exigencias, reglas y venganza. La forma de expresarse revelaba que
Samuel y Belinda necesitaban un cambio radical en lo profundo de su
corazón. Esto podría alterar fundamentalmente la manera como se
hablaran el uno al otro.
El problema no fue que ellos llegaran al matrimonio con conflictos.
Y esta es una verdad que se aplica a todos; más aún, Dios diseñó la
más significante de las relaciones humanas no sólo para nuestro
placer, sino como un instrumento de su continua obra de
santificación a fin de que lleguemos a ser para alabanza de su
gloria. Como ellos vivieron para ellos mismos y no para Dios, los
deseos de su corazón dictaron la respuesta del uno al otro. Se
mordieron y devoraron casi al punto de la destrucción. Aún su fe
había resultado dañada bajo los escombros de su conflicto.
Hebreos dice que la Biblia es capaz de revelar los pensamientos y
actitudes del corazón (He. 4:12b). Es exactamente lo que el pasaje
de Gálatas 5 hizo con esta pareja. Porque su relación no fue regida
por la ley del amor divino, sino por los deseos de su naturaleza
pecaminosa, entraron en cada situación buscando realizar sus propios
sueños, deseos y demandas. En su enojo y decepción el uno del otro,
se mordieron con sus palabras.
Usando el lenguaje de la perspectiva redentora, en este mundo
invadido por el pecado, Belinda y Samuel habían perdido de vista la
verdadera guerra que se encubre detrás de las disputas humanas.
Ellos habían llegado a pensar que su batalla era contra carne y
sangre (humana), así que pelearon entre ellos para lograr los sueños
que habían abrigado en su corazón. Sus principales armas fueron sus
palabras. ¿Qué podría haber significado para esta pareja hablar «redentivamente»
dentro de su situación? Gálatas 5:16 -- 6:12 nos conduce paso a paso
en lo que significa hablar redentivamente, sin dejar de pasar por
alto las preocupaciones de la vida a las que nos enfrentamos todos
los días.
1. Hablar redentivamente
comienza por reconocer la batalla interna (lea Gá. 5:16-17). Nunca deberíamos
permitirnos ver a nuestro cónyuge, padres, hijos, hermanos o amigos como
enemigos. Cuando lo hacemos, nuestra meta siempre es ganar, y redentivamente
hablando, siempre perdemos. Hay solamente un enemigo que nos avergüenza,
manipula, tienta, engaña y maquina cómo distraernos para que olvidemos la
batalla real y nos entreguemos a los deseos de la naturaleza pecaminosa.
2. Hablar redentivamente significa no satisfacer los deseos de la naturaleza
pecaminosa cuando hablamos (ver Gá. 5:16). Todos batallamos con deseos
pecaminosos. Cuando algo pasa, la primera reacción es culpar a otros o librarnos
de nuestra responsabilidad. Recordamos a menudo todas las veces que esta persona
nos ha fallado o deseamos que sufra como nosotros lo hicimos. Quisiéramos ver a
esta persona fracasar en su relación con otros. Nos sentimos celosos cuando
alguien es apoyado y no somos nosotros los que recibimos esa atención que
creemos merecer y deseamos que quien nos ha fallado, sufra todas las calamidades
que nosotros hemos padecido. Hablar redentivamente significa decir «no» a la
comunicación que nace de esos deseos.
3. Hablar redentivamente significa rechazar mis comentarios a todo aquello que
sea contrario a lo que el Espíritu Santo está buscando producir en mí y en otros
(lea Gá. 5:16-18). Como cristianos, lo más importante es la culminación de la
obra de Dios tanto en uno mismo como en otros. Nunca deberíamos ser un obstáculo
de la obra divina que se lleva a cabo en esos breves instantes de la vida. Es en
esos momentos cuando Dios lleva a cabo su obra de santificación. Y ahí, mi
responsabilidad como cristiano es ser un instrumento útil en sus manos. Cuando
hablamos conforme a los deseos pecaminosos, nos estamos comunicando en una
manera que es contraria a lo que el Espíritu Santo busca producir tanto en mí
como en los demás.
4. Hablar redentivamente involucra una disposición para examinar qué fruto de la
naturaleza pecaminosa está surgiendo de mis labios (lea Gá. 5:19-21). Para poder
no dar lugar al enemigo debemos estar dispuestos a poner nuestras palabras bajo
el escrutinio del espejo que es la Palabra de Dios. Buscaríamos como dice el
Salmista, que sean gratos los dichos de mi boca y la meditación de mi corazón
para ser agradables a los ojos del Señor (Sal. 19:14). Buscaré en mi vocabulario
tendencias partidistas, disensión, división, enojo, ira, malicia, odio, egoísmo,
autojustificación, autoprotección, defensivismo, impaciencia, irritación,
ausencia de perdón, sin bondad, y falto de mansedumbre, junto con toda palabra
áspera o materialista. Lo haré con gozo dándome cuenta que debido a la presencia
del Espíritu Santo que mora en mí no tengo por qué vivir bajo el control de la
naturaleza pecaminosa. Mi deseo debe ser hablar de una manera digna del llamado
que he recibido del Señor (Ef. 4:1).
5. Hablar redentivamente significa decir «no» al deseo de justificarme, inculpar
al otro o valerse de argumentos para intentar disculparnos por hablar lo que es
contrario a la obra del Espíritu o apropiado para un ciudadano del reino de los
cielos (leer Gá. 5:19-21). Yo era un joven pastor de una pequeña congregación
con enormes necesidades espirituales. Parecía como si no pudiera tener un
momento tranquilo en casa, sin que alguien me llamara con su más reciente
crisis. Sin darme cuenta se iba aumentando en mí una percepción de cierta gente
de nuestra congregación a quienes veía como obstáculos de lo que yo anhelaba
realizar, en vez de mirarlos como la finalidad del llamado que gustosamente yo
había aceptado del Señor.
Un sábado en la tarde mientras descansaba en casa con mi esposa y mis hijos,
recibí una llamada de un hombre joven que sonaba desesperado. Este hombre
frecuentemente estaba desalentado y buscaba consejo, pero al mismo tiempo se
resistía a seguir lo que se le recomendaba. Aseguraba haberlo intentado todo sin
ningún beneficio. Me dijo que al menos que tuviera una razón para vivir, se iba
a suicidar ese mismo día. Le pedí a mi esposa que orara por mí y me fui a hablar
con él. En el trayecto experimenté malos sentimientos. Sentía aversión por este
hombre y su necesidad de ser siempre el centro de atención. Detestaba la manera
como él me escupía cada consejo que yo le ofrecía. Me sentía molesto por todo el
tiempo que le dedicaba a él cuando mi familia también me necesitaba. Estaba
enojado de que tenía que ir una vez más a tratar de ayudarle a reparar su vida
que estaba en pedazos. Era una guerra entre mi preocupación como pastor y el
resentimiento personal.
Cuando por fin llegué, tenía lista su letanía de quejas. Cuando le respondí con
verdades de la Biblia, me interrumpió de golpe diciendo: «¡Tú no vas a decirme
esas mismas cosas otra vez! ¿verdad? ¿Qué? ¿Acaso no tienes nada nuevo que
decir?» ¡No podía creer lo que me decía! Yo estaba restándole tiempo a mi
familia preocupándome por este hombre y él estaba mofándose. Me puse enojado y
arremetí duro contra él. Le dije exactamente lo que la congregación y yo
pensábamos de él. Le eché cuanta culpa pude y le di una reprimenda, exhortándole
a finalmente esforzarse por hacer lo correcto para cambiar. Ore por él (!) y me
fui rabiando.
Ya en el auto, mientras volvía a casa, empecé a justificar mi proceder,
convenciéndome de haber actuado en una forma adecuada. Cuando llegué a casa
estaba convencido que había hablado como los profetas del Antiguo Testamento. Se
lo conté a mi esposa asegurándole que había seguido el ejemplo de los profetas.
Ella me replicó: «A mí todo esto me suena como que tú te enojaste y explotaste».
De inmediato me hizo reaccionar y ver mi supuesto razonamiento como egoísmo. Me
sentí lleno de remordimientos. Cuando admití mi mal proceder, Dios usó la
confesión de mi pecado para que este hombre también se arrepintiera.
Dios quiere que percibamos aquello que nos está conduciendo a disculpar el
pecado y así justificarlo a nuestra conciencia.
6. Hablar redentivamente significa que cada paso que damos refleje que el
Espíritu Santo mora en nosotros. Gálatas 5:25 dice que el Espíritu está
trabajando para producir en nosotros amor, gozo, paz, paciencia, benignidad,
bondad, fe, mansedumbre y dominio propio. Vivir conforme al Espíritu significa
tener el compromiso de hablar de tal forma que se vea la obra que el Espíritu
está haciendo en mí y que estimule esa misma obra en otros. Hemos de mirar las
situaciones difíciles de la vida como ocasiones dadas por la gracia de Dios y
por su soberanía para producir este fruto maduro en nosotros. Los problemas no
son obstáculos sino oportunidades para que el fruto del Espíritu Santo se
desarrolle en nuestro interior.
Pedro era un hombre de nuestra congregación quien mantenía una posición de
crítica hacia mi ministerio. Yo luchaba en mi interior cuando lo veía y hasta
cuando pensaba en él. Peor aún, él había comenzado a reunir a un grupo de
personas también descontentas. Finalmente decidí que era hora de hablar con él.
Mientras compartía el plan con mi esposa, empecé a sentir que ella reaccionaba
negativamente. Le pregunté qué estaba mal. «Antes que pretendas ayudar a ese
hombre, Pablo, necesitas ayudarte a ti mismo. Esto me suena como si tú odiaras a
este hombre».
Ella tenía razón, yo detestaba a Pedro. Aborrecía la manera como ponía a la
gente en mi contra. Odiaba sus críticas que levantaban sospechas de cada cosa
que yo hacía como pastor. Detestaba que él hubiera destruido los sueños que yo
tenía en el ministerio y para nuestra congregación. Odiaba la arrogancia de su
rostro. Yo no quería lidiar con él, ¡yo lo quería fuera de mi vida! Lorena
estaba en lo cierto. Yo no estaba en condiciones de ser un instrumento del
Espíritu Santo en la vida de Pedro. Necesitaba primero enfrentarme conmigo
mismo, examinar mi corazón, confesar mi pecado y estar dispuesto a hablar de
modo que fuera consecuente con el fruto del Espíritu Santo. Mientras examinaba
mi corazón descubrí que había ahí mucho más que necesitaba ser cambiado.
Mi problema no era solamente aversión y enojo; se trataba de pecados a fondo,
los cuales habían sido motivados no por celo en el trabajo del Señor sino por mi
sueño personal. Yo había soñado iniciar un ministerio en un área particularmente
difícil y llegar a tener éxito como ningún otro, para ser altamente respetado
por una creciente congregación y más tarde por toda la comunidad cristiana. Mi
sueño era tener una iglesia numerosa, con un edificio de enormes instalaciones y
que llegara a ser la iglesia de mayor influencia en la región. Y lo mejor de
todo era que yo sería visto como la figura central.
Detestaba a ese hombre porque él estaba en lo cierto. No que actuara en la
manera correcta al manifestar sus preocupaciones acerca de mi ministerio, pero
tenía razón en cuanto a mi orgullo; me gustaba ser el centro de cada reunión.
Era verdad que yo tenía la palabra final en cada asunto y me sentía frustrado
cuando alguien se atravesaba en el camino de mis novedosos programas e ideas.
Este hombre que yo aborrecía fue el instrumento de rescate en las manos del
Señor. Por medio de Pedro, mi egoísmo y mis arrogantes sueños fueron revelados.
Comencé a sentirme agradecido por el mismo hombre al que había odiado. No que
estuviera agradecido por su pecado sino por la manera como Dios lo había usado
en mi vida. Empecé a escucharlo y a darme cuenta que había cosas que Dios quería
enseñarme aún por medio de este áspero mensajero.
Caminar en el Espíritu no solamente quiere decir ser consecuente con lo que el
Espíritu Santo está haciendo en mí, sino que significa hablar en una manera tal
que motive el crecimiento del fruto del Espíritu en otros.
Francamente, antes de que mi esposa me lo dijera, yo nunca había considerado ser
una herramienta que el Espíritu Santo pudiera usar para producir fruto en la
vida de Pedro--de hecho, eran dos cosas las que yo deseaba: probar que él estaba
equivocado, y entonces, que se fuera de la iglesia.
Cuando al fin hablé con Pedro, Dios me dio un genuino amor por él y cambié
radicalmente mis planes. Ya no más deseaba «ganar». Verdaderamente quería ser
usado por Dios para que se desarrollara el fruto del Espíritu en Pedro.
¡Pedro acudió a la cita listo para la batalla! Fue claro que él había preparado
sus armas y afinado sus defensas. Pero no hubo una batalla. Le dije que estaba
agradecido por su discernimiento y que a través de él el Espíritu Santo me había
revelado las intenciones de mi corazón y entonces le pedí perdón. Él rápidamente
replicó: «Pablo, yo también he estado equivocado. Te he odiado y he buscado cada
oportunidad para criticarte. Yo necesito que me perdones». La noche que Pedro y
yo hablamos en el lenguaje del Espíritu Santo, el Espíritu produjo un nuevo
crecimiento en cada uno de nosotros. Pero todo había comenzado con mi esposa
quien me animó a examinar mi corazón antes de que yo confrontara a Pedro.
7. Hablar redentivamente significa no darle lugar a las pasiones y deseos de la
naturaleza pecaminosa (leer Gá. 5:24 y 16). Ponga cuidadosa atención a las
palabras del versículo 24: Los que son de Cristo han crucificado la naturaleza
pecaminosa, con sus pasiones y deseos. Este pasaje nos dirige a considerar un
aspecto del evangelio que con frecuencia se omite. El evangelio es un mensaje
glorioso de consolación, de perdón de pecados, de ser librados de la
condenación, de reconciliación con Dios y de una eternidad garantizada. Pero, el
evangelio es también un llamado a desprendernos de la vida que es conforme a los
apetitos de la naturaleza pecaminosa de modo que podamos vivir para Cristo. Y
este compromiso de una vida consagrada no puede ser vivido sin la llenura del
poder de Cristo en todos los aspectos de nuestras relaciones y situaciones. No
hay otro lugar donde este compromiso sea más necesario que en el área de la
comunicación con aquellos que nos rodean. Si fuéramos humildes y honestos
admitiríamos que mucho de lo que decimos está dirigido por las pasiones y deseos
de la naturaleza de pecado y no por nuestro compromiso con la voluntad y obra de
Cristo. El resultado es una cosecha de fruto nefasto que se refleja en
relaciones rotas y en un incremento de complejos problemas no resueltos. Hablar
palabras surgidas de las emociones y deseos de la carne, es rechazar que somos
libres en Cristo del dominio del pecado.
Hablar redentivamente significa resaltar ese poderoso autocontrol que Cristo nos
ha dado; Aquel que rompió las cadenas de nuestra esclavitud de pecado y que nos
dio la plenitud de su Espíritu. ¡Nuestros labios pueden ser instrumentos que
reflejen que hemos sido redimidos! Podemos decir «no" a las emociones y deseos
de la naturaleza pecaminosa.
8. Hablar redentivamente significa tener una perspectiva de la restauración de
Cristo en la relación con nuestro prójimo (leer Gá. 6:1-2). Todos podemos ser
«presa» del enojo, orgullo, conmiseración, envidia, venganza, autojustificación,
amargura, lujuria, egoísmo, miedo e incredulidad. Y hasta es probable que no
sepamos si hemos sido atrapados por el pecado o no sepamos cómo librarnos. Es
por esa razón que nos necesitamos unos a otros. Nos mantenemos en el camino del
Espíritu cuando nos colocamos como uno que Dios usa para restaurar a otros.
Hablar redentivamente significa abrirle paso a esa restauración para que afecte
directamente nuestra relación con los demás. Todos estamos tentados a creer que
la manera como nos relacionamos uno con el otro es algo que nos pertenece a
nosotros. Pero San Pablo en esta Escritura nos está llamando a algo radicalmente
diferente.
Esta nueva perspectiva tiene sus raíces en el reconocimiento fundamental de que
las relaciones con el prójimo no nos pertenecen a nosotros sino a Dios. Cuando
comenzamos a tener este enfoque en la relación con nuestros semejantes, entonces
empezamos a percibir una gran necesidad de restauración a nuestro alrededor. Por
ejemplo, cuando las parejas tienen desavenencias por el mismo problema una y
otra vez, necesitan hacer más que maldecir el hecho de que su matrimonio no
funcione y que el otro es un mentecato. Ambos necesitan descubrir dónde han sido
«presas de un pecado» y responder no con exigencias sino en una manera que
restaure su relación de modo que sea conformada a la imagen de Jesucristo.
9. Hablar redentivamente significa hacerlo con humildad y mansedumbre (leer Gá.
6:1 otra vez). La mansedumbre debería ser nuestra reacción ante una hermana o
hermano en Cristo enredado en el pecado. Deberíamos responder con la misma
gracia que recibimos de Dios. Nuestra comunicación debe fluir de tal forma que
atraigamos a la gente a la esperanza que hay en Cristo.
Somos libres para proceder con mansedumbre porque sabemos que no es lo enérgico
de nuestra voz, el poder de nuestras palabras, el drama del momento, la riqueza
de nuestro vocabulario, la amenaza de nuestras lágrimas o la expresividad de
nuestros gestos lo que causa la transformación dentro de la gente. La
mansedumbre fluye del hecho que sabemos de dónde proviene nuestro poder.
Dios puede usar palabras apacibles para producir una poderosa convicción en un
corazón. Sí, nuestra intención debe ser pensar y hablar en una forma correcta,
pero no porque confiemos en nuestro léxico para producir tal cambio en la gente,
sino porque queremos ser instrumentos útiles en las manos de Uno que puede
ofrecer esa transformación, y no porque confiemos en nuestra destreza para que
éste se produzca.
La expresión de mansedumbre no proviene de una persona que está enojada o llena
de venganza. Aflora de alguien que está hablando no porque pretenda algo del
otro sino porque desea un bien precisamente para su interlocutor. Nos dirigimos
a alguien no porque su pecado nos haya afectado sino porque el pecado le tiene
embaucado a él o ella. No estamos en una misión de confrontación egoísta sino en
un rescate amoroso.
10. Hablar redentivamene significa vivir centrado en nuestro prójimo y enfocado
en la comunicación con nuestros semejantes (leer Gá. 6:2). Con estas palabras
ayúdense unos a otros a llevar sus cargas, Pablo mira más allá del bienestar,
éxito y comodidad de uno mismo, sino de velar por las luchas de nuestro prójimo,
llevando su carga y compartiendo sus desalientos.
Cuando vemos a alguien luchando con sus flaquezas, le animamos con la fortaleza
que hay en Cristo. Cuando alguien está equivocado, le hablamos con sabiduría y
verdad. Si alguien está temeroso le compartimos del Dios que está siempre
presente para ayudarnos en nuestros problemas. Cuando alguien sufre buscamos
cómo darle palabras de ánimo. Si alguien está desalentado, levantamos su ánimo
con palabras de esperanza. Si se siente solo, le damos un saludo que exprese
nuestro amor y manifieste la presencia de Cristo. Cuando alguien está enojado,
le hablamos de un Dios de rectitud y quien da el pago justo. Y si uno está
metido en un conflicto le invitamos a ser pacificador y reconciliador.
Hablar con un enfoque redentivo significa escoger nuestras palabras
cuidadosamente. No queremos ser persuadidos por las pasiones y los deseos de la
naturaleza pecaminosa ni provocar que otro peque a causa de nuestra presunción y
envidia. No buscamos mordernos y devorarnos unos a otros con lo que sale de
nuestros labios. Más aún, estamos comprometidos a servirnos los unos a los otros
en amor, por medio de nuestras palabras. Anhelamos hablar aquello que es
coherente con el fruto del Espíritu y que eso provoque el crecimiento de este
fruto en otros. Y finalmente, deseamos expresarnos con mansedumbre, como
instrumentos humildes de restauración, «soportadores de cargas», quienes están
comprometidos a vivir conforme a la regla de amor de Jesucristo.
¡Qué avivamiento radical, reconciliación y restauración surgiría en nuestras
congregaciones, hogares y entre amigos, si abrazáramos este llamado en cada
relación con nuestro prójimo y en cada situación! ¡Qué relación tan diferente
podrían haber tenido Belinda y Samuel si ellos hubieran respondido al llamado de
Dios de hablar el uno al otro con palabras de redención! ¡Cuán importante es
elegir con precisión las palabras que pronunciamos!