
1. Las
Sagradas Escrituras.
Las Sagradas Escrituras, que abarcan el Antiguo y el Nuevo
Testamento, constituyen la Palabra escrita de Dios, transmitida por
inspiración divina mediante santos hombres de Dios que hablaron y
escribieron siendo impulsados por el Espíritu Santo. Por medio de
esta Palabra, Dios ha comunicado a los seres humanos el conocimiento
necesario para alcanzar la salvación. Las Sagradas Escrituras son
la infalible revelación de la voluntad divina. Son la norma del carácter,
el criterio para evaluar la experiencia, la revelación autorizada
de las doctrinas, y un registro fidedigno de los actos de Dios
realizados en el curso de la historia (2 Ped. 1:20-21; 2 Tim.
3:l6-17; Sal. 119:105; Prov. 30:5-6; Isa. 8:20; Juan 17:17; 1 Tes.
2:13; Heb. 4:12).
2. La
Trinidad.
Hay un solo Dios, que es una unidad de tres personas coeternas:
Padre, Hijo y Espíritu Santo. Este Dios uno y trino es inmortal,
todopoderoso, omnisapiente, superior a todos y omnipresente. Es
infinito y escapa a la comprensión humana, no obstante lo cual se
lo puede conocer mediante la propia revelación que ha efectuado de
sí mismo. Es eternamente digno de reverencia, adoración y servicio
por parte de toda la creación (Deu. 6:4; Mal 28:19; 2 Cor. 13:14;
Efe. 4:46; 1 Ped. 1:2; 1 Tim. 1:17; Apoc. 14:7).
3. El
Padre.
Dios el Padre Eterno, es el Creador, Origen, Sustentador y Soberano
de toda la creación. Es justo, santo, misericordioso y clemente,
tardo para la ira y abundante en amor y fidelidad. Las cualidades y
las facultades del Padre se manifiestan también en el Hijo y el Espíritu
Santo (Gén. 1:1; Apoc. 4:11; 1 Cor. 15:28; Juan 3:16; 1 Juan 4:8; 1
Tim. 1:17; Exo. 34; 6-7; Juan 14:9).
4. El
Hijo.
Dios el Hijo Eterno, es uno con el Padre. Por medio de él fueron
creadas todas las cosas; él revela el carácter de Dios, lleva a
cabo la salvación de la humanidad y juzga al mundo. Aunque es
verdaderamente Dios, sempiterno, también llegó a ser
verdaderamente hombre, Jesús el Cristo. Fue concebido por el Espíritu
Santo y nació de la virgen María. Vivió y experimentó
tentaciones como ser humano, pero ejemplificó perfectamente la
justicia y el amor de Dios. Mediante sus milagros manifestó el
poder de Dios y éstos dieron testimonio de que era el prometido Mesías
de Dios. Sufrió y murió voluntariamente en la cruz por nuestros
pecados y en nuestro lugar, resucitó de entre los muertos y ascendió
al Padre para ministrar en el santuario celestial en nuestro favor.
Volverá otra vez con poder y gloria para liberar definitivamente a
su pueblo y restaurar todas las cosas (Juan 1:1-3, 14; Col. 1:15-19;
Juan 10:30; 14:9; Rom. 6:23; 2 Cor. 5:17-19; Juan 5:22; Luc. 1:35;
Fil. 2:5-11; 1 Cor. 15:34; Heb. 2:9-18; 8:1-2; Juan 14:1-3).
5. El
Espíritu Santo.
Dios el Espíritu Eterno estuvo activo con el Padre y el Hijo en la
creación, la encarnación y la redención. Inspiró a los autores
de las Escrituras. Infundió poder a la vida de Cristo. Atrae y
convence a los seres humanos; y a los que responden, renueva y
transforma a la imagen de Dios. Enviado por el Padre y el Hijo está
siempre con sus hijos, distribuye dones espirituales a la iglesia,
la capacita para dar testimonio en favor de Cristo, y en armonía
con las Escrituras la conduce a toda verdad (Gén. 1:1-2; Luc. 1:35;
4:18; Hech. 10:38; 2 Ped. 1:21; 2 Cor. 3:18; Efe. 4:11-12; Hech.
1:8; Juan 14:16-18,26; 15:26-27; 16:7-13).
6. La
creación.
Dios es el Creador de todas las cosas, y ha revelado por medio de
las Escrituras un registro auténtico de su actividad creadora. El
Señor hizo en seis días "los cielos y la tierra" y todo
ser viviente que la habita, y reposó el séptimo día de la primera
semana. El primer hombre y la primera mujer fueron hechos a imagen
de Dios como corona de la creación; se les dio dominio sobre el
mundo y la responsabilidad de cuidar de él. Cuando el mundo quedó
terminado era bueno en gran manera", porque declaraba la gloria
de Dios (Gén. 1; 2; Exo. 20:8-11; Sal. 19:1-6; 33:6, 9; 104; Heb.
11:3).
7. La
naturaleza del hombre.
El hombre y la mujer fueron hechos a imagen de Dios, con
individualidad propia y con la facultad y la libertad de pensar y
obrar por su cuenta. Aunque fueron creados como seres libres, cada
uno es una unidad indivisible de cuerpo, mente y espíritu que
depende de Dios para la vida, el aliento y todo lo demás. Cuando
nuestros primeros padres desobedecieron a Dios, negaron su
dependencia de él y cayeron de la elevada posición que ocupaban
bajo el gobierno de Dios. La imagen de Dios se desfiguró en ellos y
quedaron sujetos a la muerte. Sus descendientes participan de esta
naturaleza degradada y de sus consecuencias. Nacen con debilidades y
tendencias hacia el mal. Pero Dios, en Cristo, reconcilió al mundo
consigo mismo, y por medio de su Espíritu restaura en los mortales
penitentes la imagen de su Hacedor. Creados para gloria de Dios, se
los invita a amar al Señor y a amarse mutuamente, y a cuidar el
ambiente que los rodea (Gén. 1:26-28; 2:7; Sal. 8:4-8; Hech.
17:24-28; Gén. 3; Sal. 51:5; Rom. 5:12-17; 2 Cor. 5:19-20; Sal.
51:10; 1 Juan 4:7-8, 11, 20; Gén. 2:15).
8. El
gran conflicto.
La humanidad entera se encuentra envuelta en un conflicto de
proporciones extraordinarias entre Cristo y Satanás en torno al carácter
de Dios, su ley y su soberanía sobre el universo. Este conflicto se
originó en el cielo cuando un ser creado, dotado de libre albedrío,
se exaltó a sí mismo y se convirtió en Satanás, el adversario de
Dios, e instigó a rebelarse a una porción de los ángeles. Él
introdujo el espíritu de rebelión en este mundo cuando indujo a
pecar a Adán y a Eva. El pecado produjo como resultado la distorsión
de la imagen de Dios en la humanidad, el trastorno del mundo creado
y posteriormente su completa devastación en ocasión del diluvio
universal. Observado por toda la creación, este mundo se convirtió
en el campo de batalla del conflicto universal, a cuyo término el
Dios de amor quedará finalmente vindicado. Para ayudar a su pueblo
en este conflicto, Cristo envía al Espíritu Santo y a los ángeles
leales para que lo guíen, lo protejan y lo sustenten en el camino
de la salvación (Apoc. 12:4-9; Isa. 14:12-14; Eze. 28:12-18; Gén.
3; Rom. 1:19-32; 5:12-21; 8:19-22; Gén. 6-8; 2 Ped. 3:6; 1 Cor.
4:9; Heb. 1:14)
9. La
vida, muerte y resurrección de Cristo. Mediante la vida de Cristo, de perfecta obediencia a
la voluntad de Dios, sus sufrimientos, su muerte y su resurrección,
Dios proveyó el único medio válido para expiar el pecado de la
humanidad, de manera que los que por fe acepten esta expiación
puedan tener acceso a la vida eterna, y toda la creación pueda
comprender mejor el infinito y santo amor del Creador. Esta expiación
perfecta vindica la justicia de la ley de Dios y la benignidad de su
carácter, porque condena nuestro pecado y al mismo tiempo hace
provisión pura nuestro perdón. La muerte de Cristo es vicaria y
expiatoria, reconciliadora y transformadora La resurrección de
Cristo proclama el triunfo de Dios sobre las fuerzas del mal, y a
los que aceptan la expiación les asegura la victoria final sobre el
pecado y la muerte. Declara el señorío de Jesucristo, ante quien
se doblará toda rodilla en el cielo y en la tierra (Juan 3:16; Isa.
53; 1 Ped. 2:21-22; 1 Cor. 15:34,20-22; 2 Cor. 5:14-15, 19-21; Rom.
1:4; 3:25; 4:25; 8:34; 1 Juan 2:2; 4:10; Col. 2:15; Fil. 2:6-11).
10.
La experiencia de la salvación. Con amor y misericordia infinitos Dios hizo que
Cristo, que no conoció pecado, fuera hecho pecado por nosotros,
para que nosotros pudiésemos ser hechos justicia de Dios en él.
Guiados por el Espíritu Santo sentimos nuestra necesidad,
reconocemos nuestra pecaminosidad, nos arrepentimos de nuestras
transgresiones, y ejercemos fe en Jesús como Señor y Cristo, como
Sustituto y Ejemplo. Esta fe que recibe salvación nos llega por
medio del poder divino de la Palabra y es un don de la gracia de
Dios. Mediante Cristo somos justificados, adoptados como hijos e
hijas de Dios y librados del señorío del pecado. Por medio del Espíritu
nacemos de nuevo y somos santificados; el Espíritu renueva nuestras
mentes, graba la ley de amor de Dios en nuestros corazones y nos da
poder para vivir una vida santa. Al permanecer en él somos
participantes de la naturaleza divina y tenemos la seguridad de la
salvación ahora y en ocasión del juicio (2 Cor. 5:17-21; Juan
3:16; Gál. 1:4; 4:4-7; Tito 3:3-7; Juan 16:8; Gál. 3:13-14; 1 Ped.
2:21-22; Rom. 10:17; Luc. 17:5; Mar. 9:23-24; Efe. 2:5-10; Rom.
3:21-26; Col. 1:13-14; Rom. 8:14-17; Gál. 3:26; Juan 3:3-8; 1 Ped.
1:23; Rom. 12:2; Heb. 8:7-12; Eze. 36:25-27; 2 Ped. 1:34; Rom. 8:14;
5:6-10).
11.
La iglesia.
La iglesia es la comunidad de creyentes que confiesa que Jesucristo
es Señor y Salvador. Como continuadores del pueblo de Dios del
Antiguo Testamento, se nos invita a salir del mundo; y nos reunimos
para adorar y estar en comunión unos con otros, para recibir
instrucción en la Palabra, celebrar la Cena del Señor, pura servir
a toda la humanidad y proclamar el evangelio en todo el mundo. La
iglesia deriva su autoridad de Cristo, que es el Verbo encarnado, y
de las Escrituras que son la Palabra escrita. La iglesia es la
familia de Dios: somos adoptados por él como hijos y vivimos sobre
la base del nuevo pacto. La iglesia es el cuerpo de Cristo, una
comunidad de fe de la cual Cristo mismo es la cabeza La iglesia es
la esposa por la cual Cristo murió para poder santificarla y
purificarla. Cuando regrese en triunfo, se la presentará como una
iglesia gloriosa, es a saber, los fieles de todas las edades,
adquiridos por su sangre, sin mancha ni arruga, santos e inmaculados
(Gén. 12:3; Hech. 7:38; Efe. 4:11-15; 3:8-11; Mat. 28:19-20;
16:13-20; 18:18; Efe. 2:19-22; 1:22-23; 5:23-27; Col. 1:17-18).
12.
El remanente y su misión.
La iglesia universal está compuesta por todos los que creen
verdaderamente en Cristo, pero en los últimos días, una época de
apostasía generalizada, se ha llamado a un remanente para que
guarde los mandamientos de Dios y la fe de Jesús. Este remanente
anuncia la hora del juicio, proclama la salvación por medio de
Cristo y anuncia la proximidad de su segunda venida. Esta proclamación
está simbolizada por los tres ángeles de Apocalipsis 14; coincide
con la hora del juicio en el cielo y da como resultado una obra de
arrepentimiento y reforma en la tierra. Todo creyente recibe la
invitación a participar personalmente en este testimonio mundial (Apoc.
12:17; 14:6-12; 18:14; 2 Cor. 5:10; Jud. 3, 14; 1 Ped. 1:16-19; 2
Ped. 3:10-14; Apoc. 21:1-14). 70
13.
La unidad del cuerpo de Cristo. La iglesia es un cuerpo constituido por muchos miembros que proceden de
toda nación, raza, lengua y pueblo. En Cristo somos una nueva
creación; las diferencias de raza, cultura, educación y
nacionalidad, entre encumbrados y humildes, ricos y pobres, hombres
y mujeres, no deben causar divisiones entre nosotros. Todos somos
iguales en Cristo, quien por un mismo Espíritu nos ha unido en
comunión con él y los unos con los otros. Debemos servir y ser
servidos sin parcialidad ni reservas. Por medio de la revelación de
Jesucristo en las Escrituras participamos de la misma fe y la misma
esperanza, y salimos para dar a todos el mismo testimonio. Esta
unidad tiene sus orígenes en la unicidad del Dios trino, que nos ha
adoptado como sus hijos (Rom. 12:4-5; 1 Coro. 12:12-14; Mat.
28:19-20; Sal. 133:1; 2 Cor. 5:16-17; Hech. 17:26-27; Gál, 29; Col.
3:10-15; Efe. 4:14-16; 4:1-6; Juan 17:20-23).
14.
El bautismo. Por
medio del bautismo confesamos nuestra fe en la muerte y resurrección
de Jesucristo, y damos testimonio de nuestra muerte al pecado y de
nuestro propósito de andar en novedad de vida. De este modo
reconocemos a Cristo como nuestro Señor y Salvador, llegamos a ser
su pueblo y somos recibidos como miembros de su iglesia El bautismo
es un símbolo de nuestra unión con Cristo, del perdón de nuestros
pecados y de nuestra recepción del Espíritu Santo. Se realiza por
inmersión en agua, y está íntimamente vinculado con una afirmación
de fe en Jesús y con evidencias de arrepentimiento del pecado.
Sigue a la instrucción en las Sagradas Escrituras y a la aceptación
de sus enseñanzas (Rom. 6:1-6; Col. 2:12-13; Hech. 16:30-33; 22:16;
2:38; Mat. 28:19-20).
15.
La Cena del Señor.
La Cena del Señor es una participación en los miembros del cuerpo
y la sangre de Jesús como expresión de fe en él, nuestro Señor y
Salvador. En esta experiencia de comunión Cristo está presente
para encontrarse con su pueblo y fortalecerlo. Al participar en ella,
proclamamos gozosamente la muerte del Señor hasta que venga La
preparación para la Cena incluye un examen de conciencia,
arrepentimiento y confesión. El Maestro ordenó el servicio de
lavamiento de los pies para manifestar una renovada purificación,
expresar disposición a servirnos mutuamente y con humildad
cristiana, y unir nuestros corazones en amor. Todos los creyentes
cristianos pueden participar del servicio de comunión (1 Cor.
10:16-17; 11:23-30; Mat 26:17-30; Apoc. 3:20; Juan 6:48-63;
13:1-17).
16.
Los dones y ministerios espirituales. Dios concede a todos los miembros de su iglesia en todas las edades
dones espirituales para que cada uno los emplee en amante ministerio
por el bien común de la iglesia y la humanidad. Concedidos mediante
la operación del Espíritu Santo, quien los distribuye entre cada
miembro según su voluntad, los dones proveen todos los ministerios
y habilidades necesarios pura que la iglesia cumpla su función
divinamente ordenada. De acuerdo con las Escrituras estos dones
incluyen ministerios tales como fe, sanidad, profecía, predicación,
enseñanza, administración, reconciliación, compasión y servicio
abnegado y caridad pura ayudar y animar a nuestros semejantes.
Algunos miembros son llamados por Dios y dotados por el Espíritu
pura cumplir funciones reconocidas por la iglesia en los ministerios
pastoral, de evangelización, apostólico y de enseñanza,
particularmente necesarios a fin de equipar a los miembros para el
servicio, edificar a la iglesia de modo que alcance madurez
espiritual, y promover la unidad de la fe y el conocimiento de Dios.
Cuando los miembros emplean estos dones espirituales como fieles
mayordomos de las numerosas gracias de Dios, la iglesia es protegida
de la influencia destructora de las falsas doctrinas, crece gracias
a un desarrollo que procede de Dios, y es edificada en la fe y el
amor (Rom. 12:4-8; 1 Cor. 12:9-11, 27-28; Efe. 4:8, 11-16; Hech.
6:1-7; 1 Tim. 3:1-13 1 Ped. 4:10-11).
17.
El don de profecía.
Uno de los dones del Espíritu Santo es el de profecía. Este don es
una de las características distintivas de la iglesia remanente
También establecen con claridad que la Biblia es la norma por la
cual deben ser evaluadas toda enseñanza y toda experiencia (Joel
2:28-29; Hech. 2:14-21; Heb. 1:1-3; Apoc. 12:17; 19:10.
18.
La ley de Dios.
Los grandes principios de la ley de Dios están incorporados en los
Diez Mandamientos y ejemplificados en la vida de Cristo. Expresan el
amor, la voluntad y el propósito de Dios con respecto a la conducta
y las relaciones humanas, y están en vigencia para todos los seres
humanos de todas las épocas. Estos preceptos constituyen la base
del pacto de Dios con su pueblo y la norma del juicio divino. Por
medio de la obra del Espíritu Santo señalan el pecado y avivan la
necesidad de un Salvador. La salvación es sólo por gracia y no por
obras, pero su fruto es la obediencia a los mandamientos. Esta
obediencia desarrolla el carácter cristiano y da como resultado una
sensación de bienestar. Es una evidencia de nuestro amor al Señor
y preocupación por nuestros semejantes. La obediencia por fe
demuestra el poder de Cristo para transformar vidas y por lo tanto
fortalece el testimonio cristiano Exo. 20:1-17; Sal. 40:7-8; Mat.
22:3640; Deut. 28:1-14; Mat. 5:17-20; Heb. 8:8-10; Juan 15:7-10; Efe.
2:8-10; 1 Juan 5:3; Rom. 8:34; Sal. 19:7-14).
19.
El sábado.
El benéfico Creador descansó el séptimo día después de los seis
días de la creación, e instituyó el sábado para todos los
hombres como un monumento de su obra creadora. El cuarto mandamiento
de la inmutable ley de Dios requiere la observancia del séptimo día
como día de reposo, adoración y ministerio, en armonía con las
enseñanzas y la práctica de Jesús, el Señor del sábado. El sábado
es un día de agradable comunión con Dios y con nuestros hermanos.
Es un símbolo de nuestra redención en Cristo, una señal de
santificación, una demostración de nuestra lealtad y una
anticipación de nuestro futuro eterno en el reino de Dios. El sábado
es la señal perpetua de Dios del pacto eterno entre él y su
pueblo. La gozosa observancia de este tiempo sagrado de tarde a
tarde, de puesta de sol a puesta de sol, es una celebración de la
obra creadora y redentora de Dios (Gén. 2:1-3; Exo. 20:8-11; Luc.
4:16; Isa. 56:5-6; 58:13-14; Mat. l2:1-12; Exo. 31:13-17; Eze.
20:12, 20; Heb. 4:1-11; Deul 5:12-15; Lev. 23:32;
20.
La mayordomía.
Somos mayordomos de Dios, a quienes él ha concedido tiempo y
oportunidades, capacidades y posesiones, y las bendiciones de la
tierra y sus recursos. Somos responsables ante él por su empleo
adecuado. Reconocemos que Dios es dueño de todo mediante nuestro
fiel servicio a él y a nuestros semejantes, y mediante la devolución
de los diezmos y las ofrendas para la proclamación de su evangelio
y para el sostén y desarrollo de su iglesia. La mayordomía es un
privilegio que Dios nos ha concedido para que crezcamos en amor y
para que logremos la victoria sobre el egoísmo y la codicia. El
mayordomo fiel se regocija por las bendiciones que reciben los demás
como fruto de su fidelidad (Gén. 1:26-28; 2:15; 1 Crón. 29:14;
Hag. 1:3-11; Mal. 3:8-12; 1 Cor. 9:9-14; Mat. 23:23; 2 Cor. 8:1-15;
Rom. 15:26-27).
21.
La conducta cristiana.
Se nos invita a ser gente piadosa que piense, sienta y actúe en
armonía con los principios del cielo. Para que el Espíritu vuelva
a crear en nosotros el carácter de nuestro Señor, participamos
solamente de lo que produce pureza, salud y gozo cristiano en
nuestra vida. Esto significa que nuestras recreaciones y
entretenimientos están en armonía con las más elevadas normas de
gusto y belleza cristianos. Si bien reconocemos las diferencias
culturales, nuestra vestimenta debiera ser sencilla, modesta y
pulcra como corresponde a aquellos cuya verdadera belleza no
consiste en el adorno exterior, sino en el inmarcesible ornamento de
un espíritu apacible y tranquilo. Significa también que puesto que
nuestros cuerpos son el templo del Espíritu Santo, debemos
cuidarlos inteligentemente. Junto con la práctica adecuada del
ejercicio y el descanso, debemos adoptar un régimen alimentario lo
más saludable posible, y abstenernos de alimentos impuros
identificados como tales en las Escrituras. Puesto que las bebidas
alcohólicas, el tabaco y el empleo irresponsable de drogas y narcóticos
son dañinos para nuestros cuerpos, también nos abstendremos de
ellos. En cambio, nos dedicaremos a todo lo que ponga nuestros
pensamientos y cuerpos en armonía con la disciplina de Cristo,
quien quiere que gocemos de salud, de alegría y de todo lo bueno
(Rom. 12:1-2; 1 Juan 2:6; Efe. 5:1-21; Fil. 4:8; 2 Cor. 10:5;
6:14-7:1; 1 Ped. 3:14; 1 Cor. 6:19-20; 10:31; Lev. 11:147; 3 Juan
2).
22.
El matrimonio y la familia. El matrimonio fue establecido por Dios en el Edén y confirmado por Jesús,
para que fuera una unión por toda la vida entre un hombre y una
mujer en amante compañerismo. Para el cristiano el matrimonio es un
compromiso a la vez con Dios y con su cónyuge, y este paso debieran
darlo sólo personas que participan de la misma fe. El amor mutuo,
el honor, el respeto y la responsabilidad, son la trama y la
urdimbre de esta relación, que debiera reflejar el amor, la
santidad, la intimidad y la perdurabilidad de la relación que
existen entre Cristo y su iglesia. Con respecto al divorcio, Jesús
enseñó que la persona que se divorcia, a menos que sea por causa
de fornicación, y se casa con otra, comete adulterio. Aunque
algunas relaciones familiares estén lejos de ser ideales, los
socios en la relación matrimonial que se consagran plenamente el
uno al otro en Cristo pueden lograr una amorosa unidad gracias a la
dirección del Espíritu y al amante cuidado de la iglesia. Dios
bendice la familia y es su propósito que sus miembros se ayuden
mutuamente hasta alcanzar la plena madurez. Los padres deben criar a
sus hijos para que amen y obedezcan al Señor. Mediante el precepto
y el ejemplo debieran enseñarles que Cristo disciplina amorosamente,
que siempre es tierno y que se preocupa por sus criaturas, y que
quiere que lleguen a ser miembros de su cuerpo, la familia de Dios.
Una creciente intimidad familiar es uno de los rasgos característicos
del último mensaje evangélico (Gén. 2:18-25; Mat. 19:3-9; Juan
2:1-11; 2 Cor. 6:14; Efe. 5:21-33; Mat. 5:31-32; Mar. 10:11-12; Luc.
16:18; 1 Cor. 7:10-11; Exo. 20:12; Efe. 6:1-4; Deut. 6:5-9; Prov.
22:6; Mal. 4:5, 6).
23.
El ministerio de Cristo en el santuario celestial.
Hay un Santuario el cielo, el verdadero tabernáculo que el Señor
erigió y no el hombre. En él Cristo ministra en nuestro favor,
para poner a disposición de los creyentes los beneficios de su
sacrificio expiatorio ofrecido una vez y para siempre en la cruz.
Llegó a ser nuestro gran Sumo Sacerdote y comenzó su ministerio
intercesor en ocasión de su ascensión. En el servicio simbólico
el santuario se purificaba mediante la sangre de los sacrificios de
animales, pero las cosas celestiales se purificaban mediante el
perfecto sacrificio de la sangre de Jesús. El juicio investigador
pone de manifiesto frente a las inteligencias celestiales quiénes
de entre los muertos duermen en Cristo y por lo tanto se los
considerará dignos, en él, de participar de la primera resurrección.
También aclara quiénes entre los vivientes están morando en
Cristo, guardando los mandamientos de Dios y la fe de Jesús, y en
él, por lo tanto, estarán listos para ser trasladados a su reino
eterno. Este juicio vindica la justicia de Dios al salvar a los que
creen en Jesús. Declara que los que permanecieron leales a Dios
recibirán el reino. La conclusión de este ministerio de Cristo señalará
el fin del tiempo de prueba otorgado a los seres humanos antes de su
segunda venida (Heb. 8:1-5; 4:14-16; 9:11-28; 10:19-22; 1:3; 2:16,
17; Dan. 7:9-27; 8:13-14; 9:24-27; Núm. 14:34; Eze. 4:6; Lev. 16;
Apoc. 14:6-7; 20:12; 14:12; 22:12.
24.
La segunda venida de Cristo. La segunda venida de Cristo es la bienaventurada esperanza de la
iglesia, la gran culminación del evangelio. La venida del Salvador
será literal, personal, visible y de alcance mundial. Cuando
regrese, los justos muertos resucitarán y junto con los justos
vivos serán glorificados y llevados al cielo, pero los impíos
morirán. El hecho de que la mayor parte de las profecías esté
alcanzando su pleno cumplimiento, unido a las actuales condiciones
del mundo, nos indica que la venida de Cristo es inminente. El
momento cuando ocurrirá este acontecimiento no ha sido revelado, y
por lo tanto se nos exhorta a estar preparados en todo tiempo (Tito
2:13; Heb. 9:28; Juan 14:1-3; Hech. 1:9-11; Mat. 24:14; Apoc. 1:7;
Mat. 24:43-44; 1 Tes. 4:13-18; 1 Cor. 15:51-54; 2 Tes. 1:7-10; 2:8;
Apoc. 14:14-20; 19:11-21; Mat. 24; Mar. 13; Luc. 21; 2 Tim. 3:1-5;
1Tes. 5:1-6).
25.
La muerte y la resurrección. La paga del pecado es muerte. Pero Dios, el único que es inmortal,
otorgará vida eterna a sus redimidos. Hasta ese día, la muerte
constituye un estado de inconsciencia para todos los que hayan
fallecido. Cuando Cristo, que es nuestra vida, aparezca, los justos
resucitados y los justos vivos serán glorificados y todos juntos
serán arrebatados para salir al encuentro de su Señor. La segunda
resurrección, la resurrección de los impíos, ocurrirá mil años
después. (Rom. 6:23; 1 Tim. 6:15-16; Ecl. 9:5-6; Sal. 146:34; Juan
11:11-14; Col. 3:4; 1 Cor. 15:51-54; 1 Tes. 4:13-17; Juan 5:28-29;
Apoc. 20:1-10).
26.
El milenio y el fin del pecado. El milenio es el reino de mil años de Cristo con sus santos en el
cielo que se extiende entre la primera y la segunda resurrección.
Durante ese tiempo serán juzgados los impíos; la tierra estará
completamente desolada, sin habitantes humanos, pero sí ocupada por
Satanás y sus ángeles. Al terminar ese período Cristo y sus
santos, junto con la Santa Ciudad, descenderán del cielo a la
tierra. Los impíos muertos resucitarán entonces, y junto con Satanás
y sus ángeles rodearán la ciudad: pero el fuego de Dios los
consumirá y purificará la tierra. De ese modo el universo será
librado del pecado y de los pecadores para siempre (Apoc. 20; 1 Cor.
6:2-3; Jer. 4:23-26; Apoc. 21:1-5; Mal. 4:1; Eze. 28:18-19).
27.
La tierra nueva.
En la tierra nueva, donde morarán los justos, Dios proporcionará
un hogar eterno para los redimidos y un ambiente perfecto para la
vida, el amor y el gozo sin fin, y para aprender junto a su
presencia. Porque allí Dios mismo morará con su pueblo, y el
sufrimiento y la muerte terminarán para siempre. El gran conflicto
habrá terminado y el pecado no existirá más. Todas las cosas,
animadas e inanimadas, declararán que Dios es amor, y él reinará
para siempre jamás. Amén (2 Ped. 3:13; Isa. 35; 65:17-25; Mat.
5:5; Apoc. 21:1-7; 22:1-5; 11:15).
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