LA
ODICEA Y BABILONIA
Mario
Pereyra
Una
de las expresiones representativas de la visión apocalíptica exhibe la
figura de dos ciudades antagónicas que son constituidas como emblemas de
los tiempos finales. Se trata
de Laodicea y Babilonia, dos célebres ciudades del pasado que aparecen
descritas en el registro bíblico para simbolizar la situación
prevaleciente en la iglesia cristiana y en el mundo secular de las
postrimerías de la historia.
San
Juan, autor del Apocalipsis, ubica a Laodicea al final de la primera serie
de las secuencias históricas (las siete iglesias; caps. 2-3) que
caracterizan al libro, que la hace representativa de la última etapa de
la historia de la iglesia. Por
su parte, Babilonia también aparece al final de la última serie de siete
eventos (siete copas) que describe la condición prevaleciente en la
sociedad del fin. Ambas
poblaciones vehiculizan contenidos notables, llenos de significados dramáticos,
que hablan de coincidencias y también de divergencias extremas.
El
“síndrome Laodicea”
La
última de las siete ciudades a cuyas iglesias Juan dirigió las cartas
del Apocalipsis (3:14-22), se hallaba en Asia Menor, en el valle del río
Lico, que corre entre altas montañas.
Probablemente fue fundada por Antíoco II (261-246 a. C.), quien
dio a la ciudad el nombre de su hermana esposa: Laodicea.
Fue al principio una población pequeña, pero creció en
importancia rápidamente en el siglo II a. C. Durante la era romana llegó
a ser una de las ciudades más ricas del Cercano Oriente.
El
relato apocalíptico presenta dos características fundamentales de la
condición de esa ciudad. Constituye
una suerte de síntoma, ya que es descrita como padeciendo un mal para el
cual se ofrece un tratamiento o terapia con el fin de superarlo.
Ellas son: 1)
“Conozco tu conducta: no
eres ni frío ni caliente. ¡Ojalá
fueras frío o caliente! Ahora
bien, puesto que eres tibio, y no frío ni caliente, voy a vomitarte de mi
boca” (3:15, 16. Biblia de Jerusalén); y el 2) “Tú dices:
‘Soy rico; me he enriquecido; nada me falta’.
Y no te das cuenta de que eres un desgraciado, digno de compasión,
pobre, ciego y desnudo” (3:17. Biblia de Jerusalén).
¿Qué significan estas declaraciones?
El
primer rasgo hace referencia al comportamiento emocional, cómo
siente el laodicense; el segundo a su actitud mental, cómo
funciona su pensamiento. Se
trata de alguien que se ubica en una posición intermedia en la escala de
los sentimientos, no es frío, es decir, no es indiferente, impasible o apático,
pero tampoco es lo opuesto: fervoroso,
entusiasta o de fe ardorosa. No asume un compromiso decisivo ni está
totalmente desligado del interés espiritual; tiene una lealtad dividida,
una especie de mezcla de afectos religiosos y seculares. Sufre un estado
de con-fusión (fusión de ambos polos) emocional en su identificación
religiosa. El mensaje
afirma que tal disposición anímica resulta detestable para Dios,
estando al borde del repudio.
El
segundo aspecto es más severo y grave.
Describe a una persona que cree ser adinerada y poderosa,
cuando en realidad no tiene nada, es un indigente en harapos.
En otras palabras, alguien que padece un trastorno de la percepción
de sí mismo o de la comprensión de la realidad. La realidad existe, pero
modificada por las necesidades o ansias personales.
Ahora, ¿qué tipo de problema tiene el laodicense?
¿Distorsiona la realidad o está delirando? Es posible que le
ocurra como a muchos alcohólicos que no tienen conciencia de su
enfermedad y niegan su estado, asegurando que todo “marcha sensacional”,
o dicen estar excelente, cuando no es así.
Es también un caso de confusión.
Este es el diagnóstico de Laodicea; ¿cuál es el de Babilonia?
La
confusión babilónica
La
antigua ciudad de Babilonia se hallaba en ruinas en los días de Juan.
Para entender su sentido debe considerarse el papel histórico que
desempeñó en los tiempos del Antiguo Testamento.
“Bab-ilu” (Babel o Babilonia), significa en el idioma babilónico,
“puerta de los dioses”, pero los hebreos lo asociaban con “balal”,
palabra que significaba “confundir” (véase Génesis 11:9).
Babilonia fue fundada por Nimrod (Génesis 10:10; 11:1-9), siendo
desde el principio emblema de incredulidad y desafío contra la voluntad
de Dios (ver Génesis 11:4-9). Los
fundadores de Babilonia intentaron establecer un gobierno enteramente
independiente de Dios, y si él no hubiese intervenido habrían logrado
desterrar la justicia de la tierra (Génesis 11:7-8).
Después siguió un período de más de mil años de decadencia y
sujeción a otras naciones (Isaías 13:1; Daniel 2:37).
Cuando
Nabudonosor II reconstruyó Babilonia, ésta llegó a ser una de las
maravillas del mundo antiguo. Su
plan fue crear un reino universal y eterno (véase Daniel 3:1; 4:30).
En cierto grado, tuvo éxito (Daniel 2:38; 4:27), pero a costo de
ser un imperio cruel y opresor. Quizá
por esa analogía, “Babilonia” aparece con frecuencia, en la
literatura judía y cristiana de los primeros siglos de nuestra era, aplicándose
a la ciudad de Roma y al Imperio Romano.
Por lo tanto, Babilonia ha sido reconocida literal y simbólicamente
como la enemiga tradicional de la verdad y del pueblo de Dios.
Se usa en el Apocalipsis para simbolizar en el tiempo del fin las
organizaciones religiosas apóstatas (véase Apocalipsis 17:5; 18:24), la
confusión del mundo político en general, alejado de la justicia, al
servicio de la satisfacción de sus deseos, afán de poder y sadismo.
Específicamente
se declara que Babilonia “es aquella gran ciudad, la cual tiene el
imperio sobre los reyes de la tierra” (Apocalipsis 17:18. Versión
Moderna). Se la identifica
con una prostituta “vestida de púrpura y escarlata”, que
“resplandecía de oro, piedras
preciosas y perlas: teniendo en su mano una copa de oro llena de
abominaciones, es decir, las inmundicias de sus fornicaciones”.
En su frente tenía escrito: “Misterio:
Babilonia la grande, madre de las rameras” (Apocalipsis 17:3-5).
Se acusa además a Babilonia de haber tenido relaciones ilícitas
con “los reyes de la tierra” (18:3)
¿Qué significa este símbolo?
¿Cuál es el problema básico de Babilonia?
Se
maneja con un patrón egoísta. Manifiesta
una indiferencia presuntuosa hacia los derechos de los demás, actuando en
forma desconsiderada, cuando no hostil.
Está al servicio de sus propias gratificaciones narcisistas,
haciendo cualquier cosa para conseguir sus propósitos.
No tiene principios ni le importa las normas con tal de satisfacer
sus deseos. Carece de escrúpulos.
No tiene conflictos internos como Laodicea, ya que su problema no
es sicológico sino moral. No
padece un trastorno emocional ni mental sino de comportamiento.
La confusión no es interna sino externa, debido a su conducta
promiscua y perversa. Se
trata, en síntesis, de una forma espúrea, corrupta, arrogante y
explotadora, el prototipo del ególatra autoritario.
Coincidencias
y diferencias
Ambas
ciudades, instaladas en las postrimerías de la historia, como símbolos
de la cultura actual, exhiben algunos llamativos puntos de encuentros,
aunque en otros aspectos se distancian totalmente.
En los dos casos está ausente la angustia, por lo menos en la
expresión externa y manifesta. La
angustia parece ser una etapa superada, como indica la profecía del
evangelio (S. Lucas 21:25), que luego de esa fase presenta la “confusión”.
Precisamente esa característica es común a los dos emblemas
apocalípticos. Laodicea como
confusión interna, y Babilonia como externa, pero ambas padeciendo de esa
problemática de identidad y compromiso con un auténtico sentido de sí
mismo.
La
confusión altera las raíces de la personalidad al trastornar la facultad
de discernimiento de la realidad y de sí mismo.
Específicamente, la confusión es el componente central de un tipo
de personalidad llamado “personalidad límite”, borderline
o fronteriza. Son aquellos que tienen un equilibrio endeble o frágil,
transitando por los bordes de la alienación.
La característica esencial es la inestabilidad en las relaciones
interpersonales, la distorsión de la autoimagen y de la afectividad. Se
trata de personalidades inconsistentes, inmaduras, descontroladas,
ambiguas, sin base sólida. Al
desdeñar el orden moral, desoyen los mensajes de Dios, desconocen los
valores que dan sentido y orientación, quedando a la deriva sin rumbo
fijo. No es difícil concluir
que esta descripción corresponde a un lugar común de la cultura actual.
Es un fenómeno común tanto para quienes están dentro como fuera
de la iglesia.
Sin
embargo, hay un dato clave donde los caminos se bifurcan:
Laodicea tiene remedio, en cambio Babilonia está condenada a la
destrucción. De esta última
declara la profecía: “Sus
pecados han llegado hasta el cielo y Dios se ha acordado de sus maldades”
(Apocalipsis 18:5). Ha
llenado la medida de la paciencia divina y la ruina está por caer sobre
ella. El mensaje que se le
dirige es un llamado a los hijos de Dios que aún permanecen en Babilonia;
para que salgan y no sufran sus castigos.
“Salid de ella, pueblo mío”, es la súplica final para los
habitantes de la tierra (vers. 4).
Muy
diferente es el llamado que se dirige a Laodicea:
“Sé, pues, ferviente y arrepiéntete. Mira que estoy a la puerta
y llamo; si alguno oye mi voz y me abre la puerta, entraré en su casa y
cenaré con él y él conmigo. Al
vencedor le concederé sentarse conmigo en mi trono, como yo también vencí
y me senté con mi Padre en su trono.
El que tenga oídos, oiga lo que el Espíritu dice a las iglesias”
(Apocalipsis 3:19-22. Biblia de Jerusalén). Palabras conmovedoras que
interpelan a cada uno en la intimidad de su conciencia, que a todos nos
concierne y nos compelen a responder.
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